martes, 8 de abril de 2008

Mi pez Fugu

Quien lo come en restaurantes poco recomendables siente que sus músculos se relajan cada vez más y más y van perdiendo fuerza. La respiración se ralentiza hasta ser un leve suspiro y el latir de su corazón navega hacia el atardecer como los tambores de una galera romana. ¿Bonito, no?. Pues nada de eso. Si lo vuelvo a escribir en términos más “clínicos”, se entenderá mejor: El desafortunado comensal sufre un cuadro de parálisis muscular, progresiva y muy rápida, tanto que desde que se mete el primer bocado entre pecho y espalda, tan sólo le restan unos minutos de vida (le pasea Caronte sobre la laguna Estigia, como diría el poeta).


El veneno de cualquier pez Fugu, incluido el mío, es tropecientas veces más potente que el curare de las letales ranitas amazónicas. Es casi tan potente como la toxina botulínica (esta sí que es la rehostia). Un solo pez en el plato es capaz de matar a veinte personas, a una familia entera el día de Nochebuena, a toda la cola del cine, a un equipo titular de fútbol con cuatro reservas, dos camilleros, un utillero, el entrenador y el presidente del club. Es el holocausto acuático, la venganza de Poseidón, la Muerte con aletas.

Nadando en mi pecera, sin embargo, nadie diría que este animal es tan peligroso. Cuando vienen las visitas a mi casa todos sin excepción quedan cautivados por su graciosa forma de nadar, que parece como si no se decidiese a seguir una dirección concreta, como si a cada aleteo olvidase a dónde quería ir. Y es que los peces tienen memoria de pez, pero creo que mi pez Fugu ni siquiera llega a tanto. Por cierto, le he llamado Fugus. ¡Hola Fugus, qué tal pelotilla,...!, pero Fugus nunca me contesta. Se limita a mirarme como diciendo: ¡Y a ti quién cojones te ha dicho que me llamo Fugus, cara de caja!. Y dile a tu novia que se vista hombre, que con el ortito al aire y los golpes en el cristal me está provocando. En eso le doy la razón. No se por qué la gente golpea el cristal de la pecera. ¿Es para asegurarse de la solidez del cristal que he comprado?, ¿es sólo para demostrarle al pez que está encerrado?. Si lo piensan bien, creo que los que están encerrados son los de fuera. Tan sólo Lucía, mi sobrina de seis años, se ha limitado siempre a disfrutar del pez sin molestarle con los dichosos golpecitos. Y parece que Fugus lo agradece. Ayer le sorprendí tirándole besitos a la niña, con los morros de pescado pegados al vidrio y haciéndole reír como sólo una cría se ríe, que parece que se abre el cielo.

Fugus procede de un mar lejano que allí llaman Bien Dong. Seguramente él ya no se acuerda, por lo de su memoria, claro, pero le pescaron unos tíos con la misma cara de caja que yo pero con unos ojos que parecen como si les venciese el sueño o estuviesen plantando un pino. Acabó en la lonja de Da Nang, metido en una caja transparente junto con muchos otros peces Fugu tan sorprendidos como él de ver al otro lado a unos seres rarísimos que parecían estar de los nervios. Le iban a vender al restaurante japonés de un tal Tsin-Gao o Fu-Mao, no se, a mi todos los nombres vietnamitas me suenan a camelo. Le vi y él me vio. Le miré a los ojos y él me volvió a mirar porque ya no se acordaba de mi. Conté los dongs de mi bolsillo, insuficientes. Él me miró extrañado, no le sonaba mi cara pero le picaba la curiosidad. Un golpe de suerte hizo aparecer unos dólares arrugados en un pliegue olvidado de mi riñonera de diseño. También aparecieron: dos pelotillas del tamaño de plantas rodadoras del desierto, una masa pringosa con sabor a fresa ácida, qué rica, noodles o similar cosa, un boli azul destintado y ¡joder!, mi pasaporte entintado de azul. Con la mezcla de los dongs y los dólares pude pagar al carcelero la quinta parte del precio que me pedía al principio y liberé a mi pez. Sí, mi pez y yo su humano.

Aún pasé una semana más en Vietnam, haciendo de turista sin pasta, yendo de hostel en hostel con mi pez, conociendo gente normal, normal tirando a rara y a auténtic@s desquiciad@s. Nota: Si Erich, Susan, Mr. Omh y las pimpollas de Cádiz, Luis y sus colegas y at least but not the last, you know, sweetie, Pam, leéis esto, incluíos en la última categoría sin dudarlo. Y a ver si quedamos en Tarifa este verano los que podamos y os demuestro que es escalar no es más que evitar el suelo.

En esos últimos siete días mi pez pasó a la categoría de super-pescao. Sobrevivió a un viaje en bus de 9 horas interminables, a tres mudanzas a pequeña escala, a los inquilinos de un hostel, el de Hanoi, que se lo querían zampar (pobrecillos si lo hubiesen hecho) y a un par de días comiendo de mi menú porque no había manera de encontrar comida para él. Además de ser venenoso y ¡al loro!, ser un pez que abre y cierra los ojos, el bicho es un exquisito. Su dieta consiste en algas, moluscos y a veces crustáceos, pero eso sí, muy frescos. Pues se tuvo que acordar de mi cuando le tuve a dieta de noodles y vedurita, je, je.

Al final llegamos a Madrid y le busqué acomodo en mi casa. Somos felices y ninguno comemos ni comeremos perdices.

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